Cross Road blues (I).
Aquella mañana parecía una mañana
cualquiera, pero Rachel no lo sentía así. Le costó retirar el peso que el
nórdico ejercía sobre su cuerpo. A duras penas giró el grifo del agua caliente.
Las gotas cayendo de la ducha, que solían relajarla, le irritaban
profundamente.
Ya en la calle, enfundada en su
chaqueta de cuero negro se puso el casco. Podía escuchar, ahora con más
claridad, cómo su corazón latía como si quisiera implosionar, atraer todo el
caos matutino y destruirlo consigo.
El sonido del motor de su nueva
Kawasaki ER 6 F ensordeció los latidos. Abrió gas y corrió como si le
persiguiera el diablo. Bailar entre el tráfico, sentir que controlaba
perfectamente sus movimientos le ayudó a dejar de escuchar a su corazón.
En su trabajo no cambió mucho la
situación matutina. Frank, su compañero insoportable, era aún más insoportable
si eso fuera posible. Susan aporreando las teclas del ordenador parecía un
martillo hidráulico. Harry, el ligón de la oficina, seguía siendo igual de
prepotente, pero algo más depravado.
A la hora de comer, se quedó sola
con sus latidos en la oficina, si podía acabar pronto, e irse antes, no tendría
que volver a ver a Harry sonreírle de medio lado a Karen.
Guardar informe, enviar copia,
cerrar sesión. “Al fin”, pensó Rachel, que bajó las escaleras corriendo,
escapando del lugar por no bajar 11 pisos en el ascensor con Rick, el guardia
de seguridad perfumado con Jack Danniels, adicto a no mirar a una mujer por
encima del cuello.
Por fin, de nuevo a solas con su
reluciente Kawasaki. De nuevo, ahora con menos tráfico, aceleraba con la luz
verde, a fondo, como le gusta vivir las cosas. De nuevo, el latido enfurecido
de su corazón enmudecía.
Llego a casa, tiró la mochila
violentamente contra el sofá y sin pensarlo, se sentó en la mesa de su
despacho, tomó un folio y comenzó a escribir.
Redactó las cosas que no le había
dicho nunca, ahora sin esfuerzo, sin borrón en el papel. Le contaba que apenas
sin razón se acordaba de él. Que no sabe cómo fue capaz de expulsarlo de su
vida, que no sabe cómo él fue capaz de expulsarla de la suya. Ahora, con
perspectiva, se había dado cuenta que las malas palabras salían de sus bocas
con la misma velocidad que los botones salían despedidos de sus camisas. Que
sabía que se querían, pero que iban a tener que aprender a estar juntos, porque
sería mejor que intentar olvidar cada día que lo estuvieron.
Dobló el folio. Escribió su
nombre, Alex Johnson.
Volvió a enfundarse el casco,
arrancar su moto, y ahora, sin tráfico, todo era sencillo, conducir en línea
recta, aunque nunca le gustaron las cosas fáciles.
A lo lejos, el siguiente semáforo
verde se volvió anaranjado. Con pulso firme aceleró, no había un minuto que
perder.
Apenas le dio tiempo a ver unas
luces blancas aparecer por su derecha, demasiado tarde para frenar, en
realidad, demasiado tarde para todo. Ahora sí fue capaz de dejar de escuchar el
apresurado ritmo de su corazón.
Cross Road blues (II).
Nada más abrir sus ojos Alex notó
que le faltaba algo. Miró al otro lado de la cama y encontró la respuesta, esa
parte estaba fría. Cuando al fin decidió poner los pies sobre el suelo se
dirigió a la cocina. El café ya no olía de la misma manera, las tostadas
siempre se le quemaban.
Sentado ya en su despacho comenzó
a redactar el artículo de la semana, a retocar y ordenar las fotos, a mandar
los resultados. Comprobó su bandeja de correo, llena de mensajes con palabras
vacías, encargos semanales, quejas de lectores. Contestó a todos lo mejor que
pudo.
Preparó la comida, risotto, su
favorito, de ella. Insulso, como la vida desde hacía unas semanas. Fregó su
plató una y otra vez, absorto en sus pensamientos, hubiera borrado hasta el
dibujo de los bordes si no fuera por los gritos de los vecinos. Echaba de menos
hasta que le gritara.
Decidió ducharse, con la
inestimable compañía de la música de Johnny Cash. De nuevo absorto en sus
pensamientos, decidió que ahora era él el que tenía que pasar por el anillo de
fuego. Salió apresurado de la ducha, se puso sus vaqueros favoritos, los que
más le gustaban a ella, como la camiseta blanca.
Cogió las llaves de su coche.
Arrancó. Paró el motor. Pensó por otro momento en qué le diría. Le diría que
sentía todo lo que había dicho, lo que se habían dicho. Que lo sentía, porque
la sentía a ella incluso cuando no estaba. Que a veces se despertaba por la
noche y susurraba su nombre, Rachel, esperando que le contestara.
Arranco de nuevo, metió marcha,
condujo esperando que todos se apartaran de su camino. No debía volver a llegar
tarde, aunque esta cita no estuviera programada.
Aceleró, los semáforos no
entienden de gente que llega tarde. Apenas le dio tiempo a ver unas luces.
Frenó en seco. Los cristales de su luna se resquebrajaron. Apretó el volante
todo lo fuerte que pudo. Abrió los ojos. Le temblaba el cuerpo, el alma, pero
consiguió bajar del coche.
Una Kawasaki verde, un cuerpo en
la lejanía. Una carta en sus pies.