lunes, 23 de septiembre de 2013

F**k You



Soy una isla desierta. Tu isla desierta en la que aterrizas cuando el viaje se te hace demasiado largo.

Soy el maldito triángulo de las Bermudas. El tuyo, aquel al que vas a desaparecer cuando lo único que quieres es que te encuentren.

Soy la puta Atlántida. Sumergida esperando tu baño de arena y sal para cerrar tus heridas.

Soy un jodido paracaídas de emergencia. El que usas cuando las turbulencias te acojonan demasiado.

Me coges y saltas.

Pues ahora te jodes y no me abro.
 

viernes, 23 de agosto de 2013

Kind of confused.



El otro día escuche una canción. Hablaba de ti y de mí. Cantaban con tu voz, o quizá me la cantabas tú en aquel bar. Todo repleto de gente y como siempre tú en medio, saludando a propios y a extraños.

Quizá no era una canción. Eran copos de nieve cayendo como meteoritos. Rompiendo el asfalto y mostrando el infierno. Las entrañas de la tierra, las tuyas, las mías, las de una noche que nunca se repetirá.


Quizá no fue aquella noche. Sucedió otra en una plaza, lo que relucían no eran los copos de nieve, eran las luces de neón de bares en los que nunca me gustó entrar, pero en los que siempre encontraba calor. El ardor de los tequilas, de un acento extraño, de una calada mal tomada, de un “hasta siempre, nunca más”.


Quizá no era calor. Era la brisa de la primavera que anunciaba el cambio de estación. De un tren que se va y otro que se pierde para no volver a encontrarse. De un andén lleno de viajantes sin destino, de maletas vacías, de mapas sin ruta. 

martes, 6 de agosto de 2013

Running in circles.



Abres la puerta de una casa extraña a las 9 de la mañana. Te ciegas con el fogonazo de luz. Piensas “¿Cómo coño he llegado yo aquí?”. 

Una vez que has quemado todo el alcohol del cuerpo cuesta pensar con claridad en lo que ha pasado mientras tus poros rezumaban ron barato. Con suerte, encuentras una pequeña sombra y te enciendes un cigarro. El sabor a nicotina puede traer recuerdos muy dulces, pero también muy amargos.


Entonces piensas “¿cómo coño salgo yo de aquí?”. Comienzas a caminar y con cada paso sientes que te alejas. Arrancas hojas del calendario, vacías litros de vino, copas de ron y cajetillas de tabaco. Te bebes las noches y vomitas las mañanas. 


No paras de caminar y cuando te quieres dar cuenta has dado la vuelta al mundo, has abierto la misma puerta, te has deslumbrado con el mismo sol y vuelves a preguntarte “¿Cómo coño he llegado yo aquí?”.



Lo extraño es alejarte y acabar llamando siempre a la misma puerta. 

viernes, 28 de junio de 2013

3-28.



Era capaz de escuchar las olas del mar, oler la sal y sentir los rayos de sol. Un cálido e incomprensible sentimiento le recorría las entrañas recordándole que estaba vivo. Disfrutaba de ese efímero momento antes de abrir los ojos. Era como estar allí, en ese tiempo y en ese lugar.

Una vez que fijaba la mirada en el techo todo desaparecía. No escuchaba nada, nada olía a nada. Se fumaba el primer cigarro del día intentando no perder ese sentimiento, pero se desvanecía con la primera calada. 

Ducha rápida, café insípido, ropa formal, trabajo de mierda, comida insulsa. Así pasaba cada día hasta media tarde, que abandonaba un trabajo que hacía tiempo le encantaba. Se montaba en el coche, se miraba fijamente a los ojos en el retrovisor y se aflojaba la corbata. Arrancaba el motor medio ahogado gracias al humo de esa patraña de gran ciudad.  

Conducía colina arriba aprovechando cada centímetro de curva, como lo hubiera hecho con ella. Cuando llegaba al mirador frenaba de golpe para que una gran nube de polvo inundara el ambiente. Entonces se bajaba, miraba la gran polvareda mientras se quitaba la chaqueta y remangaba la camisa, y, cuando el polvo se desvanecía, comenzaba a ver las luces de la ciudad encenderse en la lejanía.

Se sentaba en el borde del muro de piedra cada día durante un par de horas. Pensaba en las historias de la gente que habitaba cada edificio de esa gran ciudad. Ya casi había reinventado media realidad.

Un día, cuando llego al muro de piedra se encontró con una intrusa. Estaba allí sentada, mirando la ciudad. El primer día apenas se miraron y el resto no cruzaron ni la más leve palabra. Ni saludos ni despedidas, tan solo ofrendas de nicotina y alcohol por medio de gestos desinteresados. La misma rutina durante 3 meses y 27 días. 

Al tercer mes y vigesimoctavo día, algo cambió. Ella quiso saber. 

-         - ¿Cuál es tu historia?

-       - Yo estuve colado por una chica, pude estar con ella... pero no lo hice. Durante un tiempo me tumbaba en la cama preguntándome si había sido un error, preguntándome si dejaría de pensar en ella. Ahora... apenas recuerdo cómo era, se me ha borrado su rostro. Sé que nunca volverá. Así que... ¿Tres años son suficientes para olvidar a alguien? Por supuesto.” (James Ford. Lost 5x10 LaFleur).

Que no.

jueves, 9 de mayo de 2013

Cross Road Blues



Cross Road blues (I).

Aquella mañana parecía una mañana cualquiera, pero Rachel no lo sentía así. Le costó retirar el peso que el nórdico ejercía sobre su cuerpo. A duras penas giró el grifo del agua caliente. Las gotas cayendo de la ducha, que solían relajarla, le irritaban profundamente.
 
Ya en la calle, enfundada en su chaqueta de cuero negro se puso el casco. Podía escuchar, ahora con más claridad, cómo su corazón latía como si quisiera implosionar, atraer todo el caos matutino y destruirlo consigo. 

El sonido del motor de su nueva Kawasaki ER 6 F ensordeció los latidos. Abrió gas y corrió como si le persiguiera el diablo. Bailar entre el tráfico, sentir que controlaba perfectamente sus movimientos le ayudó a dejar de escuchar a su corazón.

En su trabajo no cambió mucho la situación matutina. Frank, su compañero insoportable, era aún más insoportable si eso fuera posible. Susan aporreando las teclas del ordenador parecía un martillo hidráulico. Harry, el ligón de la oficina, seguía siendo igual de prepotente, pero algo más depravado.

A la hora de comer, se quedó sola con sus latidos en la oficina, si podía acabar pronto, e irse antes, no tendría que volver a ver a Harry sonreírle de medio lado a Karen. 

Guardar informe, enviar copia, cerrar sesión. “Al fin”, pensó Rachel, que bajó las escaleras corriendo, escapando del lugar por no bajar 11 pisos en el ascensor con Rick, el guardia de seguridad perfumado con Jack Danniels, adicto a no mirar a una mujer por encima del cuello. 

Por fin, de nuevo a solas con su reluciente Kawasaki. De nuevo, ahora con menos tráfico, aceleraba con la luz verde, a fondo, como le gusta vivir las cosas. De nuevo, el latido enfurecido de su corazón enmudecía. 

Llego a casa, tiró la mochila violentamente contra el sofá y sin pensarlo, se sentó en la mesa de su despacho, tomó un folio y comenzó a escribir. 

Redactó las cosas que no le había dicho nunca, ahora sin esfuerzo, sin borrón en el papel. Le contaba que apenas sin razón se acordaba de él. Que no sabe cómo fue capaz de expulsarlo de su vida, que no sabe cómo él fue capaz de expulsarla de la suya. Ahora, con perspectiva, se había dado cuenta que las malas palabras salían de sus bocas con la misma velocidad que los botones salían despedidos de sus camisas. Que sabía que se querían, pero que iban a tener que aprender a estar juntos, porque sería mejor que intentar olvidar cada día que lo estuvieron.

Dobló el folio. Escribió su nombre, Alex Johnson.

Volvió a enfundarse el casco, arrancar su moto, y ahora, sin tráfico, todo era sencillo, conducir en línea recta, aunque nunca le gustaron las cosas fáciles.
A lo lejos, el siguiente semáforo verde se volvió anaranjado. Con pulso firme aceleró, no había un minuto que perder. 

Apenas le dio tiempo a ver unas luces blancas aparecer por su derecha, demasiado tarde para frenar, en realidad, demasiado tarde para todo. Ahora sí fue capaz de dejar de escuchar el apresurado ritmo de su corazón.

Cross Road blues (II).

Nada más abrir sus ojos Alex notó que le faltaba algo. Miró al otro lado de la cama y encontró la respuesta, esa parte estaba fría. Cuando al fin decidió poner los pies sobre el suelo se dirigió a la cocina. El café ya no olía de la misma manera, las tostadas siempre se le quemaban.

Sentado ya en su despacho comenzó a redactar el artículo de la semana, a retocar y ordenar las fotos, a mandar los resultados. Comprobó su bandeja de correo, llena de mensajes con palabras vacías, encargos semanales, quejas de lectores. Contestó a todos lo mejor que pudo.

Preparó la comida, risotto, su favorito, de ella. Insulso, como la vida desde hacía unas semanas. Fregó su plató una y otra vez, absorto en sus pensamientos, hubiera borrado hasta el dibujo de los bordes si no fuera por los gritos de los vecinos. Echaba de menos hasta que le gritara.

Decidió ducharse, con la inestimable compañía de la música de Johnny Cash. De nuevo absorto en sus pensamientos, decidió que ahora era él el que tenía que pasar por el anillo de fuego. Salió apresurado de la ducha, se puso sus vaqueros favoritos, los que más le gustaban a ella, como la camiseta blanca.

Cogió las llaves de su coche. Arrancó. Paró el motor. Pensó por otro momento en qué le diría. Le diría que sentía todo lo que había dicho, lo que se habían dicho. Que lo sentía, porque la sentía a ella incluso cuando no estaba. Que a veces se despertaba por la noche y susurraba su nombre, Rachel, esperando que le contestara.

Arranco de nuevo, metió marcha, condujo esperando que todos se apartaran de su camino. No debía volver a llegar tarde, aunque esta cita no estuviera programada. 

Aceleró, los semáforos no entienden de gente que llega tarde. Apenas le dio tiempo a ver unas luces. Frenó en seco. Los cristales de su luna se resquebrajaron. Apretó el volante todo lo fuerte que pudo. Abrió los ojos. Le temblaba el cuerpo, el alma, pero consiguió bajar del coche. 

Una Kawasaki verde, un cuerpo en la lejanía. Una carta en sus pies.
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